CÉSAR SIN CABEZA (parte I)©

César sin cabeza II

CÉSAR SIN CABEZA (parte I)©

CÉSAR SIN CABEZA

EL INDEPENDENDISMO CATALÁN DESENMASCARA LAS FALLAS EN EL ESTADO CENTRAL Y EL PLAN DE DOMINACIÓN DE LA UE

Michel Fonte©

 

César sin cabeza, rojo pompeiano, Michel Fonte©

 

En el asunto catalán el primer ministro español ha demostrado ignorar el aforismo latino “divide et impera” (dividir para reinar), un político con una larga militancia tendría que tener un buen conocimiento de la historia y de las prácticas del buen gobierno para actuar en la manera más provechosa, en cambio el presidente del PP no sólo no ha llegado a romper la facción de los independentistas en piezas controlables y con menos energía, sino también, con una férrea intervención policial, ha producido una oposición aún más contundente hasta en aquellos ciudadanos favorables a la ampliación del proceso autonomista pero en contra de la secesión de la región. Cualquier represión de una manifestación pacifica y democrática es siempre un acto deplorable, incluso cuando cumple sus obligaciones en el marco de la Constitución (art. 155, CE: “Si una Comunidad Autónoma no cumpliere las obligaciones que la Constitución u otras leyes le impongan, o actuare de forma que atente gravemente al interés general de España, el Gobierno, previo requerimiento al Presidente de la Comunidad Autónoma y, en el caso de no ser atendido, con la aprobación por mayoría absoluta del Senado, podrá adoptar las medidas necesarias para obligar a aquélla al cumplimiento forzoso de dichas obligaciones o para la protección del mencionado interés general.”), visto que hay otra ley, la única que parecía ser una conquista inderogable – encarnando el fundamento del estado de derecho y la nacida del parlamentarismo europeo moderno (a partir desde finales del siglo XIX) – que afirma que la soberanía reside en el pueblo (art. 1, CE: “La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”).

Tal vez a Mariano Rajoy, dada la fragilidad y la condescendencia de las minorías en el Congreso de los Diputados, se le dio el antojo de actuar como un monarca, un Julio César sin cabeza o un Napoleón enfurecido, desconociendo que para convertirse en emperador no se necesita ejercer un poder subyugador, por el contrario, un resultado satisfactorio se consigue al proporcionarles a los disidentes beneficios y privilegios, de esa manera, se convierten en aliados capaces de fomentar controversias dentro del frente rival permitiendo deteriorarlo hasta apagar la rebelión. Es una estrategia que al producir una dependencia institucional y económica casi siempre logra cortar la conexión entre la mente, las élites de la sublevación, y el cuerpo, las masas, y restablece el orden constituido prescindiendo de la sensatez de sus razones políticas, éticas y jurídicas. La jugada sofista que el líder popular escogió no le salió bien, en la pregunta dirigida al presidente de la Generalidad de Cataluña – “Ha proclamado o no la independencia de la región” – había una clara trampa, que desvela como nunca el gobierno tuvo la voluntad de arrancar el dialogo, ya que poniendo como pre-condición la refutación de la DUI o su aclaración, tenía como intento de que se sentara a la mesa de negociación un representante debilitado. De hecho, si Carles Puigdemont hubiera contestado afirmativamente, se le habría dado al gobierno la justificación para proceder con su incriminación (el aludido art. 155, CE) incluso promoviendo la intervención de las Fuerza Armadas para defender la integridad territorial (art.8, ap.1, CE), y a la fiscalía la prueba irrefutable para aplicar el art. 545, ap. 1, CP por reato de sedición (Los que hubieren inducido, sostenido o dirigido la sedición o aparecieren en ella como sus principales autores, serán castigados con la pena de prisión de ocho a diez años, y con la de diez a quince años, si fueran personas constituidas en autoridad. En ambos casos se impondrá, además, la inhabilitación absoluta por el mismo tiempo.) o, aún peor, también el art. 472, CP, o sea delito de rebelión, y así empezar un proceso penal con una acusación formal, en cambio, de haber respondido negativamente, el máximo exponente del consejo ejecutivo no hubiera salvado la cara frente a los sostenedores independentistas. En ambos casos le quitarían el liderazgo del movimiento empujándole fuera de la escena política.

Puigdemont se ha demostrado más ladino que su adversario, el silencio le ha consentido quedarse al mando del movimiento por la independencia conservando su reputación, de otra parte, ha sido la misma maniobra que utilizó declarando la DUI (declaración unilateral de independencia) diferida, es decir, intentar seguir en el cargo y a la vez dejar abierto el canal de comunicación con el ejecutivo español. Desde el principio, estuvo claro que los dos contendientes tuvieron objetivos inconciliables, el presidente de la Generalidad quería ganar semanas para elaborar alguna formula que permitiera alcanzar un acuerdo ventajoso y planificar una salida del punto muerto (en eso hay que comprender la presencia de posiciones ultrancistas y moderadas entre sus sostenedores), mientras que a Rajoy sólo le interesaba acortar los tiempos para destituir el legitimo gobierno autonómico y entretanto, durante seis meses o tal vez un año, entrelazar relaciones, también clientelares, con los principales representantes de la sociedad civil y del entorno económico local, arrebatando consensos a las formaciones independentistas (ERC, PDEcat, CUP y CeC) para trasladarlos hacia los partidos nacionales (PP, PSC y Ciudadanos). La intransigencia de los dos bandos no podía que resolverse en la DUI oficial del Parlamento Catalán del 27 de octubre – también esta vez con la astucia de no involucrar directamente el ejecutivo de la Generalidad y con votación secreta de algo más de la mitad de los diputados (70 sobre 135) para evitar su identificación por parte de la Fiscalía y el Tribunal Constitucional – y la contemporánea proclamación gubernamental de nuevos fulminantes comicios, el 21 de diciembre, que es el precio que Rajoy tuvo que pagar al PSOE y a Ciudadanos a cambio de su respaldo a la aprobación del artículo 155 por parte del Senado, adoptando medidas suavizadas para que no se profundizara la crisis institucional y se provocara un desmoronamiento de la así llamada unidad constitucionalista, que se presenta cada vez más como un proyecto transformista, puesto que Albert Rivera y Pedro Sanchez son dos caras de la misma moneda. El primero representa el nuevismo, una tendencia que el sistema político genera cuando agotados sus tradicionales recursos de retorica, baraja las cartas y sale al proscenio con una neo-formación encabezada por jóvenes bien parecidos y un lenguaje fresco y coloquial, que se encarga de neutralizar o controlar el caos social con una propuesta programática que es más forma que sustancia, el segundo, protagonista inamovible del PSOE a pesar de las seguidillas de derrotas sufridas (no ha ganado ni una elección general, perdiendo en 2015 y 2016 como secretario del partido aspirante a la presidencia del gobierno, ni como candidato al Congreso de los Diputados en las elecciones de 2008 y 2011), es el símbolo de lo que encarnan actualmente las agrupaciones, tradicionales y ex-comunistas, de la familia socialista europea, unos partidos de plastilina capaces de amoldarse a la plataforma de sus antagonistas neoliberales sin ningún escrúpulo moral, y por si fuera poco, más radicales de los seguidores de los Chicago boys, al punto que cuando gobiernan elaboran reformas que acentúan la precariedad del trabajo, los recortes sociales y la concentración oligopólica en los mercados, no es un caso que traicionando su herencia ideológica la izquierda se encuentra en apuros en toda la UE.

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